Continuación de "La nueva empleada de la finca"
Desde aquella madrugada en la que me metí en su cuarto y terminamos revolcados entre olores, sudor y gemidos apagados, la cosa con Carla no volvió a ser la misma.
Ya no era solo la mujer que venía a limpiar. Ahora era... no sé, como una obsesión, un vicio que me hacía hervir la sangre cada vez que llegaba con su camisilla sudada, su faldita pegada al culo, o descalza, con esos pies sucios caminando sobre el piso caliente de la finca.
Y ella lo sabía.
Disimulaba, sí. Mantenía esa actitud tímida, esa risita nerviosa. Pero se notaba en su mirada, en cómo se agachaba a propósito frente a mí, en cómo se quitaba los zapatos y dejaba los pies cerca pa' que los viera, en cómo dejaba los panties húmedos de su flujo en el baño, como si me los ofreciera.
Una tarde me esperó en el cuarto de huéspedes. Yo acababa de salir de la ducha, con la toalla en la cintura. Apenas entré, ahí estaba ella: sentada en la cama, con una camiseta larga sin brasier y sin nada debajo. Las piernas abiertas. Los pies sucios. El olor… a coño sudado, pies y perfume barato, me pegó de frente.
—Ciérrame esa puerta —me dijo, con esa vocecita entre nerviosa y atrevida.
Yo no dije ni mierda. Solo cerré, dejé caer la toalla, y me acerqué con el pipí parado como una estaca. Me arrodillé frente a ella, y sin pensarlo, le agarré los pies. Le lamí los dedos con hambre, uno por uno, metiéndomelos a la boca como si fueran dulces salados. Carla se reía bajito, meneando los deditos.
—Te encantan mis pies, ¿verdad?
—Los amo —le dije, metiéndole la nariz entre los dedos. Olían fuerte, a pies sudados de todo el día. Delicioso.
Me agarró por el pelo y me jaló entre sus piernas. Tenía el toto empapado, los labios abiertos y calientes. Me metió la cara ahí sin compasión.
—Cómemelo, que me vine pensando en vos toda la mañana.
Y así fue. La tuve en la cama con las piernas abiertas, las nalgas sudadas y el coño en mi boca. La chupé hasta que se vino retorciéndose, apretándome con las piernas, mojándome la cara con su flujo espeso, caliente, con ese olor fuerte que tanto me enloquecía.
Cuando acabó, se recostó y me miró sonriendo.
—Hoy quiero que me lo metas por el culo —soltó, así, sin más.
—¿Estás segura?
—Sí. Quiero sentirlo. Pero despacito... que hace rato no me lo hacen así.
Le besé el cuello, las tetas, la barriga, el ombligo. Me fui bajando, le abrí las nalgas y le escupí el huequito con ganas. Se lo lamí con lengua lenta, suave, mientras ella temblaba y se tapaba la boca pa’ no gritar. Se lo fui aflojando con los dedos, uno… luego dos… hasta que lo sentí más blandito, más receptivo.
Me puse condón, lo lubriqué con su saliva y su mismo jugo, y le fui entrando el glande, lento, sintiendo cómo su culo apretaba fuerte.
—Ay, ay… espera… —decía, con la cara enterrada en la almohada—. Mételo pero suave…
Me detuve, le besé la espalda, le agarré los pies, los olí, le chupé el talón mientras seguía empujando suave. Hasta que entró completo.
—¡Hijueputa! —gritó bajito—. Ya… ya está todo adentro… muévelo, así...
Empecé a darle despacio, sintiendo cómo su culo me lo apretaba como una tenaza caliente. Se quejaba, sí, con dolor, pero también con gusto. Y entre gemidos me decía:
—Tócame el clítoris... así… chúpame el cuello…
Lo hice. Y en eso me soltó, con una voz ronca:
—Ahora haceme un favor... —pausa—. Métete un dedo tú también...
—¿Qué?
—Sí, quiero verte con el dedo metido mientras me das por el culo… quiero que sintás lo rico…
Yo no pensé mucho. Le escupí mis dedos, me los metí lento. Uno primero. Luego el otro. Y ahí estaba: con el pene enterrado en su culo, los dedos en el mío, y el sudor bajándome por la frente. El placer era animal, sucio, lleno de calor.
Carla se vino con el culo apretándome como si me lo fuera a cortar. Yo me dejé ir ahí mismo, temblando, gimiendo como un loco, con mis dedos aún adentro.
Quedamos sudados, rendidos, llenos de fluidos, besándonos en silencio. Ella con la cara recostada sobre mi pecho, y yo acariciándole la espalda despacito, como quien sabe que ya no habrá más.
—Esto no puede seguir, ¿cierto? —me dijo, con una sonrisa triste.
—No… creo que no —le respondí, sin saber qué más decir.
Ella se quedó en silencio un momento, con la mirada perdida.
—Me ofrecieron un trabajo fijo en Barranquilla… cuidando a una señora enferma. Es tiempo completo, cama adentro. Me toca irme esta semana.
Me cayó como un baldado de agua. No dije nada. Solo asentí.
—Aquí fue rico, sabroso, como nunca... —agregó—. Pero ya no me siento tan cómoda con la familia cerca, con todo esto escondido. Y ya sabes que yo no me puedo dar lujos, yo necesito trabajo fijo, seguridad.
Asentí de nuevo. Tenía razón. Era lo más sensato. Lo sabíamos los dos.
Esa noche dormimos juntos, sin hablar mucho, pero sin soltar el contacto. Yo la abracé por detrás, le agarré las nalgas mientras dormía. Ella me dejaba, me tocaba suave, como despidiéndose con el cuerpo.
Al amanecer, se levantó en silencio, se vistió rápido, metió sus cosas en el bolso, y antes de irse, me dejó sus panties usados sobre la cama, como un recuerdo sucio, caliente, lleno de todo lo que habíamos vivido.
—Pa’ que no se te olvide mi olor, Andrés —dijo con una sonrisa coqueta, antes de salir por la puerta.
Y no se me ha olvidado.
Desde aquella madrugada en la que me metí en su cuarto y terminamos revolcados entre olores, sudor y gemidos apagados, la cosa con Carla no volvió a ser la misma.
Ya no era solo la mujer que venía a limpiar. Ahora era... no sé, como una obsesión, un vicio que me hacía hervir la sangre cada vez que llegaba con su camisilla sudada, su faldita pegada al culo, o descalza, con esos pies sucios caminando sobre el piso caliente de la finca.
Y ella lo sabía.
Disimulaba, sí. Mantenía esa actitud tímida, esa risita nerviosa. Pero se notaba en su mirada, en cómo se agachaba a propósito frente a mí, en cómo se quitaba los zapatos y dejaba los pies cerca pa' que los viera, en cómo dejaba los panties húmedos de su flujo en el baño, como si me los ofreciera.
Una tarde me esperó en el cuarto de huéspedes. Yo acababa de salir de la ducha, con la toalla en la cintura. Apenas entré, ahí estaba ella: sentada en la cama, con una camiseta larga sin brasier y sin nada debajo. Las piernas abiertas. Los pies sucios. El olor… a coño sudado, pies y perfume barato, me pegó de frente.
—Ciérrame esa puerta —me dijo, con esa vocecita entre nerviosa y atrevida.
Yo no dije ni mierda. Solo cerré, dejé caer la toalla, y me acerqué con el pipí parado como una estaca. Me arrodillé frente a ella, y sin pensarlo, le agarré los pies. Le lamí los dedos con hambre, uno por uno, metiéndomelos a la boca como si fueran dulces salados. Carla se reía bajito, meneando los deditos.
—Te encantan mis pies, ¿verdad?
—Los amo —le dije, metiéndole la nariz entre los dedos. Olían fuerte, a pies sudados de todo el día. Delicioso.
Me agarró por el pelo y me jaló entre sus piernas. Tenía el toto empapado, los labios abiertos y calientes. Me metió la cara ahí sin compasión.
—Cómemelo, que me vine pensando en vos toda la mañana.
Y así fue. La tuve en la cama con las piernas abiertas, las nalgas sudadas y el coño en mi boca. La chupé hasta que se vino retorciéndose, apretándome con las piernas, mojándome la cara con su flujo espeso, caliente, con ese olor fuerte que tanto me enloquecía.
Cuando acabó, se recostó y me miró sonriendo.
—Hoy quiero que me lo metas por el culo —soltó, así, sin más.
—¿Estás segura?
—Sí. Quiero sentirlo. Pero despacito... que hace rato no me lo hacen así.
Le besé el cuello, las tetas, la barriga, el ombligo. Me fui bajando, le abrí las nalgas y le escupí el huequito con ganas. Se lo lamí con lengua lenta, suave, mientras ella temblaba y se tapaba la boca pa’ no gritar. Se lo fui aflojando con los dedos, uno… luego dos… hasta que lo sentí más blandito, más receptivo.
Me puse condón, lo lubriqué con su saliva y su mismo jugo, y le fui entrando el glande, lento, sintiendo cómo su culo apretaba fuerte.
—Ay, ay… espera… —decía, con la cara enterrada en la almohada—. Mételo pero suave…
Me detuve, le besé la espalda, le agarré los pies, los olí, le chupé el talón mientras seguía empujando suave. Hasta que entró completo.
—¡Hijueputa! —gritó bajito—. Ya… ya está todo adentro… muévelo, así...
Empecé a darle despacio, sintiendo cómo su culo me lo apretaba como una tenaza caliente. Se quejaba, sí, con dolor, pero también con gusto. Y entre gemidos me decía:
—Tócame el clítoris... así… chúpame el cuello…
Lo hice. Y en eso me soltó, con una voz ronca:
—Ahora haceme un favor... —pausa—. Métete un dedo tú también...
—¿Qué?
—Sí, quiero verte con el dedo metido mientras me das por el culo… quiero que sintás lo rico…
Yo no pensé mucho. Le escupí mis dedos, me los metí lento. Uno primero. Luego el otro. Y ahí estaba: con el pene enterrado en su culo, los dedos en el mío, y el sudor bajándome por la frente. El placer era animal, sucio, lleno de calor.
Carla se vino con el culo apretándome como si me lo fuera a cortar. Yo me dejé ir ahí mismo, temblando, gimiendo como un loco, con mis dedos aún adentro.
Quedamos sudados, rendidos, llenos de fluidos, besándonos en silencio. Ella con la cara recostada sobre mi pecho, y yo acariciándole la espalda despacito, como quien sabe que ya no habrá más.
—Esto no puede seguir, ¿cierto? —me dijo, con una sonrisa triste.
—No… creo que no —le respondí, sin saber qué más decir.
Ella se quedó en silencio un momento, con la mirada perdida.
—Me ofrecieron un trabajo fijo en Barranquilla… cuidando a una señora enferma. Es tiempo completo, cama adentro. Me toca irme esta semana.
Me cayó como un baldado de agua. No dije nada. Solo asentí.
—Aquí fue rico, sabroso, como nunca... —agregó—. Pero ya no me siento tan cómoda con la familia cerca, con todo esto escondido. Y ya sabes que yo no me puedo dar lujos, yo necesito trabajo fijo, seguridad.
Asentí de nuevo. Tenía razón. Era lo más sensato. Lo sabíamos los dos.
Esa noche dormimos juntos, sin hablar mucho, pero sin soltar el contacto. Yo la abracé por detrás, le agarré las nalgas mientras dormía. Ella me dejaba, me tocaba suave, como despidiéndose con el cuerpo.
Al amanecer, se levantó en silencio, se vistió rápido, metió sus cosas en el bolso, y antes de irse, me dejó sus panties usados sobre la cama, como un recuerdo sucio, caliente, lleno de todo lo que habíamos vivido.
—Pa’ que no se te olvide mi olor, Andrés —dijo con una sonrisa coqueta, antes de salir por la puerta.
Y no se me ha olvidado.
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