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Compendio III
MI AMOROSA ESPOSA
Antes que Marisol y yo nos casáramos, mi ruiseñor compartía su dormitorio con su hermana, Amelia. En ese entonces, yo no tenía idea que mi mejor amiga estaba enamorada de mí. A menudo nos juntábamos en esa habitación, donde le ayudaba a preparar sus exámenes de admisión universitaria. Yo cursaba los últimos semestres de mi carrera, mientras que mi mejor amiga estaba en el último año de la escuela, llena de ambiciones y deseos. Pero a pesar de todo, solo la veía como mi querida amiga.
Su dormitorio era modesto, pero agradable, un espacio compartido para 2 quinceañeras. Camas de una plaza se ubicaban en paredes opuestas, dejando un pasillo apretado como separación, lo suficiente para ubicar un velador con su lampara. Un ropero y una cajonera común guardaban toda su ropa, donde los libros de mi amada estaban apilados encima de ella. Un escritorio sencillo, lo suficientemente grande para hacer tareas, se encontraba en la otra pared, aunque a menudo debíamos sentarnos a lo indio sobre la alfombra para cuando le ayudaba a estudiar. También tenían una radio encima de la cajonera, aunque nunca lo escuché encendido y unos cuantos peluches, reliquias de sus infancias, eran mudos testigos del desarrollo de nuestra relación.
Nos hicimos más cercanos gracias a nuestra pasión compartida por el animé y los libros, mayormente, pasando horas y horas enfrascadas en conversaciones. Pero incluso ahora que las pequeñas están más grandes, les sorprende y causa risa cómo era yo de ignorante sobre los sentimientos de Marisol. Nuestro primer beso me tomó completamente desprevenido, pero luego de meditarlo ese día, me pregunté mucho tiempo por qué no lo habíamos intentado antes. Cuando nuestra relación comenzó, el significado de ese dormitorio cambió con nosotros. No era solamente un lugar de estudio, pero un lugar donde practicamos nuestro romance, disfrutando de horas de besos, nuestra intimidad nunca cruzando la línea de caricias y susurros cariñosos. Incluso entonces, le ayudé con sus estudios, puesto que su mayor sueño era estudiar en la misma universidad que estudiaba yo, sueño que eventualmente se hizo realidad y que me obligó a tomar mi posgrado.
Pues bien, tras once años de matrimonio y cuatro hijos a cuestas, nos encontramos de vuelta en este dormitorio de nuevo, con la diferencia que somos marido y mujer. Amelia hace años que se casó y se mudó, dejándonos el dormitorio para nosotros solos. Pero sin importar que la idea de unir las camas para armar una cama matrimonial improvisada cruzó nuestras mentes, en realidad, los dos estábamos deseosos de dormir en su antigua cama, la cual se volvió una especie de fantasía sexual para nosotros, puesto que pocas veces consumamos sobre ella.
Esa noche, mi situación ya era complicada. No había excusa posible que justificase la erección en mis pantalones, en especial, tras tener a mi sexy cuñada Violeta durmiendo sobre mis piernas, por lo que Marisol aprovechó la oportunidad de jugar conmigo.

+Te ves tan tenso, mi amor. – comentó mi ruiseñor, con sus suaves y tibias manos masajeándome en la espalda, mientras yo trataba de calmar mi erección.
Sus suaves y delicados dedos deshacían la tensión de mis hombros, liberando los nudos que se formaron tras las intensas emociones de aquel día.
-No es nada, ruiseñor. Es solo la tensión del viaje. – le respondí, sin querer reconocer la mayor fuente de mis tensiones: Violeta.
Pero mi esposa ya me conoce. Se acercó a mí, sus suaves pechos presionándose tibiamente sobre mi espalda. Su respiración era suave, dulce y acompasada, augurando lo que iba a suceder.
+¡Déjame ayudar a calmarte! – susurró con una voz picarona, a la cual no me podía resistir.
Me pidió que me diera vuelta, sus dedos masajeando mi pecho, sus dedos deslizándose sobre mis abdominales hacia mi cintura, para llegar al bulto en mis pantalones.
Me sentía expuesto, con el corazón acelerado sintiendo mi pene hincharse y luchando por salir. Miré a Marisol a los ojos, sintiendo su amor y calentura y sabía que ella había leído mis pensamientos como si se lo hubiese dicho.
Sus manos volaron desabrochando mi cinturón y bajando la cremallera. Al fin, mi pene estuvo libre, erecto y ansioso ante la luz de su lámpara y Marisol lamió sus labios hambrienta.
Entonces, su mano me envolvió con firmeza, estrujándome hasta que me puse duro, mientras ella me besaba el mentón.
+¡No puedes pensar en Violeta de esa manera! – me dijo en una voz sensual y melosa. – Soy tu esposa y yo debo hacerme responsable.
Sus palabras y su tono me parecieron un alivio para mi alma, calmando una culpa que me estaba asediando. Aun así, los recuerdos de Violeta me seguían calentando.
Los labios de Marisol se hundieron en la punta de mi pene. Su boquita era tibia, tierna y me excitaba, lamiéndome como si fuera un helado. Se tragó mi pene, mirándome a los ojos con ternura. Se empezó a tocar a si misma, sintiendo electricidad en su sexo. La idea que su hermana más joven deseaba a su marido la ponía muy caliente.
Empecé a menear las caderas, mis manos sujetando sus cabellos, guiándole en el ritmo que quería meterla en su boca. Era enviciante, la tensión de mi cuerpo desatándose como un resorte. Su lengua jugueteaba con la cabeza de mi glande, la sensación enviándome ondas de placer por todo mi cuerpo. Sentía que estaba por venirme, la presión de la base de mi espalda haciéndose más fuerte con cada embestida.
Marisol sentía mis ganas, con las suyas creciendo de forma exponencial. Trepó sobre mí, montándose sobre mi cintura y me deslizó en su interior. La sensación de irla llenando parecía a la sensación de volver a casa después de un largo viaje. Empezó a cabalgarme, sus caderas moviéndose a un ritmo suave y excitante. Nos mirábamos a los ojos, entendiendo nuestros pensamientos sin tranzar palabras al entregarnos nosotros mismos al momento.
La agarré por la cintura, cautivado por sus hermosos pechos. Se me hacía agua la boca, sabiendo que mi esposa tenía leche para nuestro bebé, mis caderas sacudiéndose más fuerte en frustración. Marisol gemía de placer, disfrutando cómo la embestía de la manera que más le gusta. A mi ruiseñor le prendía enormemente que mi suegra y mi cuñada nos escucharan. Que escucharan cómo la estaba complaciendo.

La camita de Marisol crujía protestando por nuestra danza apasionada, las paredes entrecerrándose a medida que nos perdíamos el uno en el otro. El aroma de nuestros deseos permeaba el aire, una mezcla de sudor y sexo que parecía hacerlo todo más intenso. Marisol entrecerraba los ojos echando su cuerpo para atrás, sus manos afirmándose con el respaldo de la cama, sus uñas enterrándose con la intención de subir e intensificar el ritmo.
Me deleitaba sobre el cuerpo de mi mujer, bebiendo cada centímetro de su delicada figura. Sus pechos rebotaban con cada embestida, la esponjosidad de su suave piel cautivante. Podía percibir la silueta de su areola, sus pezones duros y suplicando por atención. Me acerqué entonces, a beber de una de sus fresitas, chupando suavemente y disfrutando de su cuerpo tensarse al recibirme. Mi esposa jadeó de forma sensual, echando la cabeza hacia atrás, sacudiendo su melena sobre su tierno rostro.
La sensación de la leche tibia pasar por sus pezones la estaba derritiendo. Me montó con más ganas. Para Marisol, he sido lo que siempre he deseado y aun más: un amante rudo cuando caliente; una pareja cariñosa y tierna cuando hacemos el amor. Ya no teníamos tabús en nuestra relación. Me había compartido con varias mujeres, su familia incluida, y nunca la he decepcionado, porque sabe que en el fondo, para mí, Marisol es la mejor.
A cambio, yo saboreaba el dulce liquido de mi esposa y me ponía más excitado. He probado su leche en contadas ocasiones, cuando nuestros niños eran bebés. Su sabor es dulzón, casi adictivo. Tragué ansioso, sintiendo un calorcillo rico en mis testículos. Sabía que tenía que darle duro, hacerla acabar como una puta. Pero también, aunque al principio me costaba entender que a mi esposa le gustaba de esa manera, ahora sé que le encanta.
Para Marisol, la idea que su madre o su hermana nos estuvieran espiando la excitaba demasiado. La sola idea le hacía darme duro, con fuerza, hasta el punto de gritar mi nombre. Pero así y todo, yo mantenía la mesura, ya que Jacinto finalmente estaba dormido.
En lugar de eso, cubría sus labios y le susurraba al oído.
-Ay, ruiseñor, eres excelente. Estás tan mojada y apretada. Me vas a hacer venirme un montón, Marisol.
A cambio, Marisol gemía, mirándome embelesada. Mi esposa podía darse cuenta de que mi hambre por ella era sincera. La misma hambre que años atrás, nos hizo explorar nuestros cuerpos hasta rendirnos nuestras virginidades mutuamente. En esos momentos majestuosos, Marisol se contrajo por dentro, ansiosa por sentir mi descarga. Que la hiciera mía de nuevo.

Para entonces, nos movíamos frenéticamente, la cama crujiendo en un vaivén interminable, nuestros cuerpos azotándose con alevosía en busca del placer. Deslicé mi mano sobre su botoncito, mi pulgar presionando en círculos de la misma manera que había atendido a su hermana horas antes. La respiración de mi amada se cortó, conformando un orgasmo intenso que emergía desde su medula. Se hizo hacia adelante, sus preciosos, brillantes y sudorosos senos restregándose sobre mi pecho, sus uñas, dejando el respaldo de la cama y enterrándose en mis hombros al acercarse a la gloria.
Yo también lo sentía, resoplando como pez conteniendo el maremoto que quería salir desde mis piernas. Podía sentir su cuerpo estrujarme desesperada, suplicando porque me viniera. Me estaba volviendo loco. Le di una embestida dura y profunda más, impactando ese punto que le hace ver estrellas y su cuerpo colapsó, su orgasmo bombardeándola como un torrente de agua tibia. El espectáculo era increíble y yo también hice lo mío, mis caderas bombeándola cuatro, cinco veces y más, llenándola con toda mi semilla, cerrando los ojos para cederle todo a mi mujer.
Quedamos agotados, pegados como perros y con la respiración y el pulso acelerado, tratando de recuperar el control de nuestros cuerpos.
Y fue entonces que Marisol notó a contraluz la silueta de su madre, mirándonos. Verónica nos había estado espiando a mis espaldas, mi visión solo dejándome ver a la diosa de mi esposa. Y mientras cumplíamos con nuestras responsabilidades maritales, mi suegra se había metido la mano entre sus muslos. La visión de su madre subió el nivel de calentura de Marisol por encima de las nubes, al punto que tuvo que morderse los labios para no gemir más.

Pero no quería que me diera cuenta de que teníamos audiencia, dado que conociéndome Marisol bastante bien, sabía que eso mataría el ambiente. Pero curiosamente, mi ruiseñor quería presumir a su madre las proezas sexuales de su esposo. A pesar de que en esos momentos, Marisol se sentía mezquina (después de todo, la pareja de su madre, Guillermo, había salido por algunas semanas y no regresaría por más de un mes), mi esposa quería recordarle cómo merece sentirse amada. Por lo que, para lograrlo, se desmontó de mí, su mirada fija en mis ojos y me tentó con su bocado favorito: su colita.
Para entonces, ni me acordaba de Violeta. El trasero de Marisol es delicioso e irresistible. Que a mi esposa le encante el sexo anal es un premio adicional. Nadie sospecharía que a mi modesta y delicada esposa le fascina que la tome por detrás, incluso más que hacer el amor de la forma convencional.
Por ese motivo, podría haber desfilado una banda a mis espaldas y yo no me habría fijado, pendiente de esa inmensa colita redondeada con forma de durazno frente a mí. Mi pene todavía estaba duro, húmedo con nuestros jugos. La tomé de las caderas y la jalé hacia mí, su colita en bandeja para mi deleite.
No perdí el tiempo y le di un par de lamidas que encresparon los nervios de mi esposa. Marisol entre que gimió y se enojó al mismo tiempo producto de mi inesperada intromisión. Aunque ninguno de los dos somos precisamente adeptos para los besos negros, Marisol sí sabe de mi aversión a la suciedad y aunque la piel de su ano la encuentro exquisita, le da particularmente nervios cuando lamo el interior de su tierno ojetito.
De cualquier manera, sabiendo que su madre nos miraba, la puso más de ganas y ella misma echó el cuerpo para atrás, buscando que se la metiera.

Su colita sigue siendo apretada y un bocadillo que los dos disfrutamos cada vez que podemos. Empecé a mover las caderas a un ritmo firme y profundo, llenándola de a poco. Podía ver su cara y escuchar sus gemidos. Ver a Marisol hecha una gata me llenó de entusiasmo, por lo que empecé a darle más duro, al punto que mi cuerpo entero vibraba con cada embestida.
Aunque no podía ver a su madre, mi ruiseñor podía sentir su mirada fija en nosotros, devorando la escena. El sutil refriegue de la mano de mi suegra sobre la tela le forzaba a morderse el labio, sabiendo que si se quejaba demasiado fuerte, despertaríamos a Jacinto, pero el placer era demasiado intenso para resistirlo.
Llegó un punto que la respiración entrecortada de Verónica se mezcló con la nuestra, su mano atendiéndose con fiereza entre las piernas. Marisol, para estas alturas, estaba prácticamente eufórica. Sabía que estaba mal que su madre nos mirase, que se calentara por su primer yerno de esa manera y que, en el fondo, corriéramos el riesgo de despertar a nuestro bebé producto de la calentura, pero lo estaba disfrutando a concho. Me embestía con toda su fuerza, su esfínter y su colita apretando tan rico, buscándome sacar todo lo que me quedaba.

Ya sentía que no aguantaba más la presión, mi pene se había hinchado tremendo en su apretada colita. Quería terminar con nuestro martirio pronto, por lo que busqué su botoncillo y de nuevo, empecé a frotarlo con caricias fervorosas. El sonido de mis testículos azotando su trasero sobrepasaban los crujidos de la cama, mientras que Marisol por poco lloraba y babeaba del gozo que nos estábamos dando.

Cuando me vine, me pegó como un tren, haciendo que el cuerpo de mi esposa convulsionara a medida que ella misma alcanzaba un orgasmo producto de mis detonaciones. Echó su rostro hacia adelante, su boca resoplando sobre la almohada que usó para desahogarse. Me miró deliciosa, tierna y satisfecha. Pero también miró hacia la puerta, donde su madre todavía estaba.
Me vine como loco en su colita, tratando de dejar cuanto semen me era posible en su interior. Permanecimos pegados un rato como perros en esa posición, nuestros cuerpos sacudiéndose con las réplicas tras el orgasmo.
Fue entonces que, para no ser sorprendida, Verónica se fue, siendo mi esposa la única que notó su partida. Pero Marisol tenía una sonrisa de oreja a oreja. La verdad, Marisol disfrutaba que mi pene hinchado le estirase la cola y la quemara levemente, porque a pesar de todo, seguía botando un poquito de semen.
Cuando pudimos despegarnos, reposamos lado a lado, mi mano abrazándola por la cintura. Mi ruiseñor se arrimó, su respiración todavía desacompasada por la experiencia. Sentía por un lado un poco de culpa por no decirme que su madre nos había visto, pero no podía negarse a sí misma cuánto lo disfruto.
+¿Sigues pensando en mi hermanita? - preguntó mi ruiseñor, sus pechos enterrándose en mi cintura mientras me abrazaba.
-No. Tú me tranquilizaste. Gracias. – Le respondí, besando suavemente sus labios.

Pero quizás, una de las cosas que nos mantiene vigentemente prendados en nuestro primer amor es que gestos como estos todavía hacen ruborizar a Marisol, haciéndole sentir especial y diferente.
Pero al final, nos acurrucamos exhaustos y dormimos juntos en la misma cama que, años antes, anhelábamos compartir la noche entera y ahora, era parte de nuestra realidad.
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1 comentarios - Once años después… (II)