En el cumpleaños de mi esposa, María, decidí regalarle algo realmente especial, inspirado en sus miradas furtivas hacia el vendedor de relojes de origen africano que habitualmente se paraba en la esquina de nuestro edificio. Había notado cómo sus ojos se desviaban sutilmente hacia él, no por los relojes, sino por algo más personal, más íntimo. Bajo su jogging deportivo, el vendedor tenía un miembro que, aunque cubierto, no pasaba desapercibido. Cada vez que María lo cruzaba, su mirada se dirigía inevitablemente hacia esa zona.
Decidí planear algo diferente para su cumpleaños, no un reloj, sino una experiencia. Hablé previamente con el vendedor, un hombre negro con una presencia imponente, para que exhibiera su enorme verga negra, que según me había anunciado, medía casi 22 cm de largo y era tan gruesa como una lata de cerveza.
La noche del cumpleaños, con la casa decorada y la cena preparada, el vendedor llegó. María, sorprendida, no sabía qué esperar. Presenté el "regalo" de una manera que solo ella entendería; le dije que había notado su interés y que quería darle algo que realmente deseara. La velada tomó un giro inesperado pero mágico. El vendedor, consciente de la situación, se unió a la celebración con una sonrisa cómplice. La conversación fluyó, llena de risas y miradas cargadas de significado.
Mientras el vendedor negro buscaba en su valija los relojes, su verga se iba parando más hasta quedar casi rozando las tetas de mi mujer. Yo, desde un costado, observaba la situación, sintiendo una mezcla de excitación y anticipación por lo que podría suceder. Las venas marcadas y la enorme cabeza de su miembro dejaron sin palabras a María.
En lugar de irse, el vendedor acercó la mano de María a su verga. Ella, con un gesto de sorpresa y curiosidad, comenzó a tocarla, comprobando por sí misma lo enorme que era. Me miró, y yo, con una sonrisa cómplice, le dije que aprovechara su regalo de cumpleaños.
María, animada por mis palabras, se dejó llevar por el momento. Lentamente, llevó su boca hacia la imponente verga, intentando chuparla entera. La visión de verla tratando de acomodar esa enorme masa de carne en su boca, el esfuerzo y el placer mezclados en su expresión, me llenó de una excitación indescriptible. Las venas palpitaban bajo sus labios, y la punta de la verga, brillante y húmeda por su saliva, parecía aún más grande en contraste con su boca.
La acción entre ellos comenzó con María explorando cada centímetro de su miembro con su lengua, saboreando cada vena y la textura de la piel, mientras el vendedor gemía de placer. La escena era erótica, con María disfrutando de cada segundo de esta experiencia única. El vendedor, disfrutando del momento y de la entrega de María, la guió suavemente para que encontrara su ritmo, permitiéndole jugar y experimentar con su miembro.
La noche se convirtió en una celebración de deseos cumplidos y barreras traspasadas, marcando un momento único en nuestra relación, donde la exploración y el placer se unieron en una experiencia inolvidable. El ambiente estaba cargado de una energía sexual palpable, y yo, su cómplice en esta aventura, la animaba silenciosamente a disfrutar de su regalo de cumpleaños, sabiendo que este sería un momento que ninguno de los dos olvidaría jamás.
Continuando con la historia, la escena se intensificó aún más. María, mi esposa, estaba completamente entregada a la experiencia, con la verga del vendedor negro llenando su boca, intentando chuparla entera. La enorme cabeza de su miembro rozaba el fondo de su garganta, causando que ella emitiera sonidos de placer mezclados con ligeros atisbos de esfuerzo.
El vendedor, con una mano, comenzó a amasar las tetas de María, sintiendo su firmeza y suavidad bajo sus dedos. Cada apretón y caricia provocaba que ella gimiera sobre su pija, lo que solo aumentaba su excitación. Con la otra mano, mantenía la cabeza de María firme, guiándola para que tomara cada centímetro de su verga, llenándole la garganta con su gruesa longitud.
María, en medio de esta sumisión voluntaria, se esforzaba por complacer, sus ojos llorosos por la profundidad de la penetración oral pero llenos de deseo. El vendedor, notando su entrega, empezó a mover sus caderas con un ritmo constante, casi hipnótico, empujando su miembro dentro y fuera de la boca de María, haciendo que sus labios se estiraran alrededor de su pija.
Yo, observando cada detalle, sentía una mezcla de excitación y asombro por la intensidad del momento. El sonido húmedo de su boca, su respiración entrecortada entre cada embestida, y los gemidos de ambos llenaban la habitación, creando una atmósfera de lujuria palpable.
El vendedor, sintiendo que se acercaba al clímax, aumentó el ritmo, sus manos apretando aún más las tetas de María mientras la mantenía firme. Ella, sintiendo la inminente explosión, intentó relajar su garganta, recibiendo cada empuje con mayor profundidad, sus manos agarrando los muslos del vendedor para estabilizarse.
Finalmente, con un gemido profundo, él se dejó ir, llenando la garganta de María con su semen caliente, que ella intentó tragar entre jadeos y espasmos de placer. Al retirarse, dejó un rastro brillante de saliva y semen en los labios de mi esposa, quien, con una sonrisa satisfecha y los ojos brillantes de la experiencia, se limpió con el dorso de la mano, compartiendo una mirada de complicidad conmigo.
Esta noche había sido más que un regalo; había sido una aventura de exploración, deseo y satisfacción compartida, una experiencia que quedaría grabada en nuestra memoria como una de las celebraciones de cumpleaños más intensas y memorables.
La escena después de que el vendedor negro hubiera acabado con una cantidad impresionante de leche en la boca, cara y tetas de mi esposa, María, era de un erotismo crudo y palpable. A pesar de haber eyaculado, su enorme tranca seguía dura, mostrando una resistencia y un deseo que no habían disminuido.
El vendedor, con una mirada de pregunta, me miró y, con un tono cargado de deseo, preguntó si podía follarla. Yo, sin palabras, asentí con la cabeza, confirmando mi consentimiento y la invitación a continuar con esta experiencia.
Inmediatamente, el vendedor se acercó a María, quien aún estaba recuperándose del asalto previo a su boca. Con un movimiento rápido y decidido, le subió el vestido, revelando su tanga. La tela fina apenas cubría su deseo evidente, la humedad de su excitación visible a través de la prenda.
Sin perder tiempo, el vendedor deslizó el tanga hacia un lado, exponiendo la concha empapada de mi esposa. Con una mano, guió su verga, todavía imponente en su dureza, hacia la entrada de María. Ella, sintiendo la anticipación y el deseo, se preparó para recibirlo, sus ojos reflejando una mezcla de expectación y lujuria.
Con una embestida firme y profunda, él hundió su verga en la concha de mi esposa, arrancándole un grito de placer y sorpresa. La sensación de ser llenada por una verga tan grande y dura después de la intensidad previa era abrumadora. El vendedor comenzó a moverse, cada empuje llenando a María no solo físicamente sino también con un placer que se reflejaba en sus gemidos y en cómo su cuerpo respondía a cada movimiento.
Durante unos minutos fieles, el ritmo se mantuvo constante, cada embestida más profunda que la anterior, creando un sonido húmedo y rítmico de carne contra carne. María, entregada por completo, se aferraba al vendedor, sus manos explorando su espalda musculosa mientras él la penetraba con una intensidad que parecía no tener fin.
Yo, observando cada detalle, me encontraba en un estado de excitación y asombro, viendo cómo mi esposa disfrutaba de este regalo de cumpleaños tan inesperado y erótico. La escena era una mezcla de pasión desatada y cumplimiento de deseos ocultos, marcando una noche que ambos recordaríamos por su intensidad y la conexión que nos unía en este acto de compartir y explorar juntos.
La intensidad de la escena aumentó cuando mi esposa, María, comenzó a tener una seguidilla de orgasmos provocados por ese tubo de carne negra que entraba y salía de su vagina, ahora súper dilatada por la enorme verga. Cada embestida del vendedor parecía desencadenar una nueva ola de placer en ella, sus gemidos se convirtieron en gritos de éxtasis que llenaban el aire de la habitación.
Se notaba claramente cómo los labios vaginales de María se abrazaban al enorme contorno de la descomunal verga cada vez que el vendedor se retiraba ligeramente antes de empujar nuevamente, casi como si su cuerpo no quisiera dejar ir esa fuente de placer. Los movimientos rítmicos y profundos provocaban que su cuerpo temblara, sus muslos se tensaban y sus manos se aferraban con fuerza al vendedor, buscando estabilidad en medio de la tormenta de sensaciones que la atravesaba.
Cada orgasmo parecía alimentar el siguiente, creando una cadena de placer que no daba tregua. La expresión de María era una mezcla de agonía y éxtasis, sus ojos entrecerrados y su boca abierta en un grito silencioso de placer. El vendedor, percibiendo cada reacción de su cuerpo, mantuvo su ritmo, asegurándose de que cada empuje golpeara en el lugar perfecto, llevándola cada vez más alto en su espiral de placer.
El sonido húmedo de su unión, el olor a sexo en el aire, y la vista de María, perdida en su placer, eran hipnóticos. Yo, siendo testigo de esta exhibición de deseo y satisfacción, sentía una mezcla de orgullo por haberle proporcionado esta experiencia y una excitación indescriptible por lo erótico de la situación.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad de orgasmos encadenados, María comenzó a relajarse, su cuerpo temblando en los últimos coletazos de placer. El vendedor, con una última embestida profunda, se detuvo, permitiéndole a ambos recuperar el aliento, mientras él aún mantenía su verga dentro de ella, como un ancla en medio de la tormenta que había desatado.
Esta noche había trascendido lo físico, convirtiéndose en una exploración de límites, deseos y la conexión profunda entre nosotros, marcando un capítulo memorable en nuestra historia de amor y lujuria compartida.
La escena continuaba con el vendedor negro todavía perforando la concha de mi mujer, María, sin perder un ápice de firmeza en su verga. Después de una seguidilla de orgasmos que la habían dejado totalmente agotada, María, con la voz entrecortada por el cansancio y el placer, le pidió al vendedor que la cambiara de posición.
El vendedor, con una habilidad que denotaba experiencia, la giró con cuidado, colocándola en cuatro con su culo mirando hacia mí. Desde mi posición, podía ver perfectamente cómo se abría ante mí, su concha aún palpitante y húmeda por la reciente actividad. El vendedor, antes de continuar, me miró con una sonrisa burlona, casi como si estuviera disfrutando del espectáculo que yo presenciaba.
Sin previo aviso, enfiló su enorme pija hacia el ano rosado y cerrado de María. El contraste entre el tamaño de su miembro y el apretado orificio de mi esposa era impresionante. Con una mano, separó suavemente las nalgas de María, y con la otra, guió la cabezota de su verga, presionando contra la entrada. Lentamente, comenzó a hundir la cabezota y una parte del tronco, provocando que María arqueara la espalda en respuesta al inesperado asalto anal.
Mi esposa, sintiendo la invasión, arqueó aún más su espalda, su voz un susurro de súplica: "Por favor, más despacio... no la pongas toda". El tono de su voz mezclaba el dolor con un placer inexplicable, mostrando la complejidad de las sensaciones que estaba experimentando.
El vendedor, respetando su petición, comenzó a mover su pija con más cuidado, introduciendo solo una parte, permitiendo que María se acostumbrara a la sensación. Cada movimiento era lento, deliberado, observando las reacciones de María para asegurarse de no sobrepasar su límite. Sin embargo, cada embestida, aunque suave, era suficiente para que María gimiera, una mezcla de placer y de la incomodidad de ser estirada de una manera tan íntima.
Desde mi asiento, la vista era una mezcla de erotismo y preocupación por el bienestar de mi esposa, pero también había una excitación innegable en ver cómo ella se entregaba a esta nueva experiencia, cómo su cuerpo reaccionaba a cada empuje, cómo su respiración se aceleraba con cada nueva sensación.
El vendedor, manteniendo un ritmo controlado, comenzó a encontrar un equilibrio entre el deseo de María de ir más despacio y la lujuria de ambos de explorar este nuevo terreno. La escena se convirtió en una danza de control y entrega, donde cada movimiento era una negociación entre el placer y el límite.
Continuando con la narrativa, nunca había visto a mi mujer, María, tener orgasmos anales. Ese día, mientras el vendedor continuaba su exploración cuidadosa, algo increíble sucedió. A pesar de la inicial incomodidad y de su súplica para que fuera más despacio, María comenzó a experimentar una nueva dimensión de placer. Su cuerpo, reaccionando a esta estimulación diferente, empezó a mojar las enormes bolas del negro con sus fluidos, que salían copiosamente de su dilatada vagina, revelando un nivel de excitación que nunca había presenciado antes.
Los siguientes veinte minutos fueron interminables para María, un periodo de sexo anal intenso donde cada movimiento del vendedor parecía llevarla más y más cerca del éxtasis. Aunque el vendedor nunca introdujo la totalidad de su verga, con solo una cuarta parte de su longitud, logró llevar a María al cielo del placer. Cada embestida, aunque controlada, provocaba en ella sensaciones que la hacían gemir y suplicar por más, pero a la vez, pedía que no fuera demasiado profundo.
María, con el rostro contorsionado en una mezcla de agonía y éxtasis, experimentó orgasmos anales, algo completamente nuevo para ella. Su cuerpo temblaba, sus manos aferraban las sábanas o se apoyaban en el suelo para mantener el equilibrio, mientras su respiración se convertía en jadeos entrecortados. La visión de verla así, entregada a un placer que parecía consumirla, era hipnótica y erótica en una medida que no había anticipado.
El vendedor, consciente de las reacciones de María, mantuvo su ritmo, asegurándose de no excederse, pero tampoco de detenerse antes de que ella alcanzara el clímax. Cada gemido de María, cada movimiento de sus caderas hacia atrás para recibir más, era una indicación de que estaba disfrutando este nuevo descubrimiento de su cuerpo.
Para mí, ser testigo de este momento fue una mezcla de asombro, excitación y un profundo amor por mi esposa, viendo cómo exploraba nuevas facetas de su placer. Aquellos veinte minutos fueron una lección sobre la capacidad humana para el goce, sobre la intimidad compartida y sobre cómo una experiencia tan intensa podía unirnos de una manera tan visceral.
Finalmente, cuando María llegó a su enésimo orgasmo, su cuerpo se relajó, su respiración se calmó, y el vendedor, con una última caricia en su espalda, se retiró con cuidado, dejando que ambos recuperaran el aliento en medio de un silencio cargado de satisfacción y asombro por lo que acababan de compartir.
La noche llegaba a su fin con mi esposa, María, dolorida pero agradecida. Con una voz suave y llena de gratitud, le pidió a su amante negro que la dejara chupar su verga por última vez, deseando sentir una vez más su sabor y llenar nuevamente su boca con su esencia. El vendedor, accediendo a su petición, permitió que María se arrodillara ante él.
Durante otros diez minutos, María tuvo su boca llena de verga, disfrutando de cada momento, saboreando el miembro con una devoción que solo el placer compartido puede inspirar. Finalmente, con un gemido profundo, el vendedor volvió a inundar la garganta de María con leche tibia y espesa, un último regalo de la noche que ella recibió con una satisfacción que iluminaba su rostro.
Mientras él guardaba su verga, María se limpiaba los restos de leche de los labios y el mentón con una sonrisa satisfecha. Yo, entonces, acompañé al vendedor a la puerta, le pasé lo convenido, un intercambio silencioso que marcaba el final de una experiencia única, y lo saludé con un asentimiento de cabeza.
Al volver adentro, encontré a María totalmente rendida, pero con una expresión de felicidad y agradecimiento. Se acercó a mí, me abrazó y me agradeció por el regalo, entendiendo que esta noche había sido algo más que un simple intercambio físico; había sido una exploración de deseos, límites y una nueva dimensión de nuestra relación.
Juntos, nos dirigimos a la cama, abrazados, sintiendo el calor del otro después de una noche tan intensa. El cansancio se apoderaba de nosotros, pero el sentimiento de unión, de haber compartido algo tan íntimo y especial, nos llenaba de una paz reconfortante. Caímos en un sueño profundo, abrazados, con la promesa silenciosa de que lo vivido esa noche nos había cambiado, para bien, en nuestra conexión como pareja.
Decidí planear algo diferente para su cumpleaños, no un reloj, sino una experiencia. Hablé previamente con el vendedor, un hombre negro con una presencia imponente, para que exhibiera su enorme verga negra, que según me había anunciado, medía casi 22 cm de largo y era tan gruesa como una lata de cerveza.
La noche del cumpleaños, con la casa decorada y la cena preparada, el vendedor llegó. María, sorprendida, no sabía qué esperar. Presenté el "regalo" de una manera que solo ella entendería; le dije que había notado su interés y que quería darle algo que realmente deseara. La velada tomó un giro inesperado pero mágico. El vendedor, consciente de la situación, se unió a la celebración con una sonrisa cómplice. La conversación fluyó, llena de risas y miradas cargadas de significado.
Mientras el vendedor negro buscaba en su valija los relojes, su verga se iba parando más hasta quedar casi rozando las tetas de mi mujer. Yo, desde un costado, observaba la situación, sintiendo una mezcla de excitación y anticipación por lo que podría suceder. Las venas marcadas y la enorme cabeza de su miembro dejaron sin palabras a María.
En lugar de irse, el vendedor acercó la mano de María a su verga. Ella, con un gesto de sorpresa y curiosidad, comenzó a tocarla, comprobando por sí misma lo enorme que era. Me miró, y yo, con una sonrisa cómplice, le dije que aprovechara su regalo de cumpleaños.
María, animada por mis palabras, se dejó llevar por el momento. Lentamente, llevó su boca hacia la imponente verga, intentando chuparla entera. La visión de verla tratando de acomodar esa enorme masa de carne en su boca, el esfuerzo y el placer mezclados en su expresión, me llenó de una excitación indescriptible. Las venas palpitaban bajo sus labios, y la punta de la verga, brillante y húmeda por su saliva, parecía aún más grande en contraste con su boca.
La acción entre ellos comenzó con María explorando cada centímetro de su miembro con su lengua, saboreando cada vena y la textura de la piel, mientras el vendedor gemía de placer. La escena era erótica, con María disfrutando de cada segundo de esta experiencia única. El vendedor, disfrutando del momento y de la entrega de María, la guió suavemente para que encontrara su ritmo, permitiéndole jugar y experimentar con su miembro.
La noche se convirtió en una celebración de deseos cumplidos y barreras traspasadas, marcando un momento único en nuestra relación, donde la exploración y el placer se unieron en una experiencia inolvidable. El ambiente estaba cargado de una energía sexual palpable, y yo, su cómplice en esta aventura, la animaba silenciosamente a disfrutar de su regalo de cumpleaños, sabiendo que este sería un momento que ninguno de los dos olvidaría jamás.
Continuando con la historia, la escena se intensificó aún más. María, mi esposa, estaba completamente entregada a la experiencia, con la verga del vendedor negro llenando su boca, intentando chuparla entera. La enorme cabeza de su miembro rozaba el fondo de su garganta, causando que ella emitiera sonidos de placer mezclados con ligeros atisbos de esfuerzo.
El vendedor, con una mano, comenzó a amasar las tetas de María, sintiendo su firmeza y suavidad bajo sus dedos. Cada apretón y caricia provocaba que ella gimiera sobre su pija, lo que solo aumentaba su excitación. Con la otra mano, mantenía la cabeza de María firme, guiándola para que tomara cada centímetro de su verga, llenándole la garganta con su gruesa longitud.
María, en medio de esta sumisión voluntaria, se esforzaba por complacer, sus ojos llorosos por la profundidad de la penetración oral pero llenos de deseo. El vendedor, notando su entrega, empezó a mover sus caderas con un ritmo constante, casi hipnótico, empujando su miembro dentro y fuera de la boca de María, haciendo que sus labios se estiraran alrededor de su pija.
Yo, observando cada detalle, sentía una mezcla de excitación y asombro por la intensidad del momento. El sonido húmedo de su boca, su respiración entrecortada entre cada embestida, y los gemidos de ambos llenaban la habitación, creando una atmósfera de lujuria palpable.
El vendedor, sintiendo que se acercaba al clímax, aumentó el ritmo, sus manos apretando aún más las tetas de María mientras la mantenía firme. Ella, sintiendo la inminente explosión, intentó relajar su garganta, recibiendo cada empuje con mayor profundidad, sus manos agarrando los muslos del vendedor para estabilizarse.
Finalmente, con un gemido profundo, él se dejó ir, llenando la garganta de María con su semen caliente, que ella intentó tragar entre jadeos y espasmos de placer. Al retirarse, dejó un rastro brillante de saliva y semen en los labios de mi esposa, quien, con una sonrisa satisfecha y los ojos brillantes de la experiencia, se limpió con el dorso de la mano, compartiendo una mirada de complicidad conmigo.
Esta noche había sido más que un regalo; había sido una aventura de exploración, deseo y satisfacción compartida, una experiencia que quedaría grabada en nuestra memoria como una de las celebraciones de cumpleaños más intensas y memorables.
La escena después de que el vendedor negro hubiera acabado con una cantidad impresionante de leche en la boca, cara y tetas de mi esposa, María, era de un erotismo crudo y palpable. A pesar de haber eyaculado, su enorme tranca seguía dura, mostrando una resistencia y un deseo que no habían disminuido.
El vendedor, con una mirada de pregunta, me miró y, con un tono cargado de deseo, preguntó si podía follarla. Yo, sin palabras, asentí con la cabeza, confirmando mi consentimiento y la invitación a continuar con esta experiencia.
Inmediatamente, el vendedor se acercó a María, quien aún estaba recuperándose del asalto previo a su boca. Con un movimiento rápido y decidido, le subió el vestido, revelando su tanga. La tela fina apenas cubría su deseo evidente, la humedad de su excitación visible a través de la prenda.
Sin perder tiempo, el vendedor deslizó el tanga hacia un lado, exponiendo la concha empapada de mi esposa. Con una mano, guió su verga, todavía imponente en su dureza, hacia la entrada de María. Ella, sintiendo la anticipación y el deseo, se preparó para recibirlo, sus ojos reflejando una mezcla de expectación y lujuria.
Con una embestida firme y profunda, él hundió su verga en la concha de mi esposa, arrancándole un grito de placer y sorpresa. La sensación de ser llenada por una verga tan grande y dura después de la intensidad previa era abrumadora. El vendedor comenzó a moverse, cada empuje llenando a María no solo físicamente sino también con un placer que se reflejaba en sus gemidos y en cómo su cuerpo respondía a cada movimiento.
Durante unos minutos fieles, el ritmo se mantuvo constante, cada embestida más profunda que la anterior, creando un sonido húmedo y rítmico de carne contra carne. María, entregada por completo, se aferraba al vendedor, sus manos explorando su espalda musculosa mientras él la penetraba con una intensidad que parecía no tener fin.
Yo, observando cada detalle, me encontraba en un estado de excitación y asombro, viendo cómo mi esposa disfrutaba de este regalo de cumpleaños tan inesperado y erótico. La escena era una mezcla de pasión desatada y cumplimiento de deseos ocultos, marcando una noche que ambos recordaríamos por su intensidad y la conexión que nos unía en este acto de compartir y explorar juntos.
La intensidad de la escena aumentó cuando mi esposa, María, comenzó a tener una seguidilla de orgasmos provocados por ese tubo de carne negra que entraba y salía de su vagina, ahora súper dilatada por la enorme verga. Cada embestida del vendedor parecía desencadenar una nueva ola de placer en ella, sus gemidos se convirtieron en gritos de éxtasis que llenaban el aire de la habitación.
Se notaba claramente cómo los labios vaginales de María se abrazaban al enorme contorno de la descomunal verga cada vez que el vendedor se retiraba ligeramente antes de empujar nuevamente, casi como si su cuerpo no quisiera dejar ir esa fuente de placer. Los movimientos rítmicos y profundos provocaban que su cuerpo temblara, sus muslos se tensaban y sus manos se aferraban con fuerza al vendedor, buscando estabilidad en medio de la tormenta de sensaciones que la atravesaba.
Cada orgasmo parecía alimentar el siguiente, creando una cadena de placer que no daba tregua. La expresión de María era una mezcla de agonía y éxtasis, sus ojos entrecerrados y su boca abierta en un grito silencioso de placer. El vendedor, percibiendo cada reacción de su cuerpo, mantuvo su ritmo, asegurándose de que cada empuje golpeara en el lugar perfecto, llevándola cada vez más alto en su espiral de placer.
El sonido húmedo de su unión, el olor a sexo en el aire, y la vista de María, perdida en su placer, eran hipnóticos. Yo, siendo testigo de esta exhibición de deseo y satisfacción, sentía una mezcla de orgullo por haberle proporcionado esta experiencia y una excitación indescriptible por lo erótico de la situación.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad de orgasmos encadenados, María comenzó a relajarse, su cuerpo temblando en los últimos coletazos de placer. El vendedor, con una última embestida profunda, se detuvo, permitiéndole a ambos recuperar el aliento, mientras él aún mantenía su verga dentro de ella, como un ancla en medio de la tormenta que había desatado.
Esta noche había trascendido lo físico, convirtiéndose en una exploración de límites, deseos y la conexión profunda entre nosotros, marcando un capítulo memorable en nuestra historia de amor y lujuria compartida.
La escena continuaba con el vendedor negro todavía perforando la concha de mi mujer, María, sin perder un ápice de firmeza en su verga. Después de una seguidilla de orgasmos que la habían dejado totalmente agotada, María, con la voz entrecortada por el cansancio y el placer, le pidió al vendedor que la cambiara de posición.
El vendedor, con una habilidad que denotaba experiencia, la giró con cuidado, colocándola en cuatro con su culo mirando hacia mí. Desde mi posición, podía ver perfectamente cómo se abría ante mí, su concha aún palpitante y húmeda por la reciente actividad. El vendedor, antes de continuar, me miró con una sonrisa burlona, casi como si estuviera disfrutando del espectáculo que yo presenciaba.
Sin previo aviso, enfiló su enorme pija hacia el ano rosado y cerrado de María. El contraste entre el tamaño de su miembro y el apretado orificio de mi esposa era impresionante. Con una mano, separó suavemente las nalgas de María, y con la otra, guió la cabezota de su verga, presionando contra la entrada. Lentamente, comenzó a hundir la cabezota y una parte del tronco, provocando que María arqueara la espalda en respuesta al inesperado asalto anal.
Mi esposa, sintiendo la invasión, arqueó aún más su espalda, su voz un susurro de súplica: "Por favor, más despacio... no la pongas toda". El tono de su voz mezclaba el dolor con un placer inexplicable, mostrando la complejidad de las sensaciones que estaba experimentando.
El vendedor, respetando su petición, comenzó a mover su pija con más cuidado, introduciendo solo una parte, permitiendo que María se acostumbrara a la sensación. Cada movimiento era lento, deliberado, observando las reacciones de María para asegurarse de no sobrepasar su límite. Sin embargo, cada embestida, aunque suave, era suficiente para que María gimiera, una mezcla de placer y de la incomodidad de ser estirada de una manera tan íntima.
Desde mi asiento, la vista era una mezcla de erotismo y preocupación por el bienestar de mi esposa, pero también había una excitación innegable en ver cómo ella se entregaba a esta nueva experiencia, cómo su cuerpo reaccionaba a cada empuje, cómo su respiración se aceleraba con cada nueva sensación.
El vendedor, manteniendo un ritmo controlado, comenzó a encontrar un equilibrio entre el deseo de María de ir más despacio y la lujuria de ambos de explorar este nuevo terreno. La escena se convirtió en una danza de control y entrega, donde cada movimiento era una negociación entre el placer y el límite.
Continuando con la narrativa, nunca había visto a mi mujer, María, tener orgasmos anales. Ese día, mientras el vendedor continuaba su exploración cuidadosa, algo increíble sucedió. A pesar de la inicial incomodidad y de su súplica para que fuera más despacio, María comenzó a experimentar una nueva dimensión de placer. Su cuerpo, reaccionando a esta estimulación diferente, empezó a mojar las enormes bolas del negro con sus fluidos, que salían copiosamente de su dilatada vagina, revelando un nivel de excitación que nunca había presenciado antes.
Los siguientes veinte minutos fueron interminables para María, un periodo de sexo anal intenso donde cada movimiento del vendedor parecía llevarla más y más cerca del éxtasis. Aunque el vendedor nunca introdujo la totalidad de su verga, con solo una cuarta parte de su longitud, logró llevar a María al cielo del placer. Cada embestida, aunque controlada, provocaba en ella sensaciones que la hacían gemir y suplicar por más, pero a la vez, pedía que no fuera demasiado profundo.
María, con el rostro contorsionado en una mezcla de agonía y éxtasis, experimentó orgasmos anales, algo completamente nuevo para ella. Su cuerpo temblaba, sus manos aferraban las sábanas o se apoyaban en el suelo para mantener el equilibrio, mientras su respiración se convertía en jadeos entrecortados. La visión de verla así, entregada a un placer que parecía consumirla, era hipnótica y erótica en una medida que no había anticipado.
El vendedor, consciente de las reacciones de María, mantuvo su ritmo, asegurándose de no excederse, pero tampoco de detenerse antes de que ella alcanzara el clímax. Cada gemido de María, cada movimiento de sus caderas hacia atrás para recibir más, era una indicación de que estaba disfrutando este nuevo descubrimiento de su cuerpo.
Para mí, ser testigo de este momento fue una mezcla de asombro, excitación y un profundo amor por mi esposa, viendo cómo exploraba nuevas facetas de su placer. Aquellos veinte minutos fueron una lección sobre la capacidad humana para el goce, sobre la intimidad compartida y sobre cómo una experiencia tan intensa podía unirnos de una manera tan visceral.
Finalmente, cuando María llegó a su enésimo orgasmo, su cuerpo se relajó, su respiración se calmó, y el vendedor, con una última caricia en su espalda, se retiró con cuidado, dejando que ambos recuperaran el aliento en medio de un silencio cargado de satisfacción y asombro por lo que acababan de compartir.
La noche llegaba a su fin con mi esposa, María, dolorida pero agradecida. Con una voz suave y llena de gratitud, le pidió a su amante negro que la dejara chupar su verga por última vez, deseando sentir una vez más su sabor y llenar nuevamente su boca con su esencia. El vendedor, accediendo a su petición, permitió que María se arrodillara ante él.
Durante otros diez minutos, María tuvo su boca llena de verga, disfrutando de cada momento, saboreando el miembro con una devoción que solo el placer compartido puede inspirar. Finalmente, con un gemido profundo, el vendedor volvió a inundar la garganta de María con leche tibia y espesa, un último regalo de la noche que ella recibió con una satisfacción que iluminaba su rostro.
Mientras él guardaba su verga, María se limpiaba los restos de leche de los labios y el mentón con una sonrisa satisfecha. Yo, entonces, acompañé al vendedor a la puerta, le pasé lo convenido, un intercambio silencioso que marcaba el final de una experiencia única, y lo saludé con un asentimiento de cabeza.
Al volver adentro, encontré a María totalmente rendida, pero con una expresión de felicidad y agradecimiento. Se acercó a mí, me abrazó y me agradeció por el regalo, entendiendo que esta noche había sido algo más que un simple intercambio físico; había sido una exploración de deseos, límites y una nueva dimensión de nuestra relación.
Juntos, nos dirigimos a la cama, abrazados, sintiendo el calor del otro después de una noche tan intensa. El cansancio se apoderaba de nosotros, pero el sentimiento de unión, de haber compartido algo tan íntimo y especial, nos llenaba de una paz reconfortante. Caímos en un sueño profundo, abrazados, con la promesa silenciosa de que lo vivido esa noche nos había cambiado, para bien, en nuestra conexión como pareja.
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