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Una tarde en el club

Era una tarde cálida de verano, y mi esposa y yo decidimos escaparnos al club del sindicato, un lugar tranquilo donde podíamos relajarnos sin demasiada gente alrededor. Cargamos el termo, el mate, y una manta para sentarnos en el césped. Ella, con su tanga negra pequeña, quería tomar un poco de sol, así que buscamos un sector apartado, lejos de las miradas curiosas, donde pudiéramos estar cómodos.

Nos instalamos bajo la sombra parcial de un árbol, y mientras yo cebaba el mate, ella se recostó boca abajo, disfrutando del calor del sol en su piel. A lo lejos, cerca de una caseta, estaba un guardia de seguridad. Era un hombre maduro, de contextura musculosa, con ese aire de autoridad que imponen los años y el físico trabajado. Lo noté observándola, y aunque al principio me incomodó, algo en su mirada me hizo sentir una mezcla de curiosidad y complicidad.

Le pasé el mate a mi esposa, y mientras ella lo tomaba, le comenté en voz baja, con una sonrisa: "Parece que tenés un admirador". Ella levantó la vista, lo vio, y con una mezcla de picardía y confianza, se acomodó un poco más, dejando que el sol resaltara las curvas de su cuerpo. El guardia, desde su puesto, no disimulaba demasiado, pero tampoco cruzaba ningún límite. Era como si entendiera que, en ese momento, yo estaba de acuerdo con esa pequeña conexión silenciosa.

El mate iba y venía entre nosotros, y el ambiente se llenó de una tensión sutil, casi como un juego. Mi esposa, disfrutando del sol y de la situación, se dio vuelta para quedar boca arriba, y yo, sin decir nada, crucé una mirada con el guardia. Él asintió levemente, como si agradeciera el permiso tácito. No había palabras, pero todo estaba claro.

La tarde siguió su curso, y aunque el guardia eventualmente tuvo que moverse para continuar su ronda, ese rato quedó como un recuerdo nuestro, un momento íntimo y audaz, compartido entre los tres sin que nadie más lo supiera.

La tarde avanzaba, y el sol seguía calentando el aire, llenando el ambiente de una calma densa, casi hipnótica. Mi esposa, recostada boca abajo, dejaba que los rayos acariciaran su piel, y esa tanga negra, mínima, apenas contenía las formas de su cuerpo. Yo, sentado a su lado, cebaba otro mate, pero mi atención se dividía entre ella y el guardia, que ahora, en su ronda, pasaba a una distancia prudente, aunque lo suficientemente cerca como para no perder detalle.

Lo vi caminar con paso lento, como si quisiera prolongar el momento. Sus ojos, fijos en mi esposa, recorrían su figura, deteniéndose en su culo, apenas cubierto por esa tela fina. Noté que su mano, disimuladamente, se deslizaba hacia su entrepierna, donde el bulto de su pantalón era evidente, abultado, tenso. Se acariciaba con movimientos casi imperceptibles, pero lo suficientemente claros para alguien que, como yo, estaba atento a cada detalle.

Mi esposa, ajena a la intensidad de esa mirada, o quizás plenamente consciente y disfrutándolo en silencio, se movió ligeramente, ajustándose sobre la manta. Ese movimiento, casual pero provocador, pareció alimentar aún más la escena. El guardia, sin detener su marcha, seguía acariciándose, y yo, desde mi lugar, sentía esa mezcla de complicidad y adrenalina que nos envolvía a los tres.

No había palabras, ni necesidad de ellas. Todo era tácito, un acuerdo silencioso en el que cada uno jugaba su rol. El guardia, con su deseo evidente, mi esposa, con su belleza expuesta, y yo, como el observador que permitía y disfrutaba de esa tensión. La ronda del guardia lo llevó más lejos, pero antes de desaparecer tras un grupo de árboles, giró la cabeza una última vez, como si quisiera grabar esa imagen en su memoria.

Mi esposa, al notar que el silencio se había prolongado, me miró con una sonrisa pícara. "¿Qué pasa?", preguntó, aunque su tono sugería que sabía exactamente lo que estaba ocurriendo. Le pasé el mate, y con una risa baja, le dije: "Nada, solo que el paisaje está más interesante de lo que esperaba". Ella rió, y seguimos disfrutando de la tarde, sabiendo que ese momento, cargado de deseo y complicidad, quedaría entre nosotros.

María, mi esposa, se incorporó un poco sobre la manta y, con esa voz suave pero cargada de intención, me dijo: "José, pasame el protector solar, no quiero quemarme". Su mirada tenía un brillo travieso, como si supiera que ese pedido iba a ser más que una simple rutina. Yo, con el termo a un lado, tomé el frasco de protector y, mientras lo abría, busqué con la vista al guardia. Ahí estaba, a unos metros, fingiendo revisar algo en su caseta, pero con su atención claramente fija en nosotros.

Comencé por su espalda, esparciendo el protector con movimientos lentos, dejando que mis manos se deslizaran por su piel bronceada. María suspiró, relajada, pero también consciente del juego que se estaba desarrollando. Mis manos bajaron, primero por la parte baja de su espalda, y luego, sin apuro, llegaron a su culo. Ahí, con el guardia como testigo silencioso, empecé a masajear con más intención, apretando suavemente, dejando que mis dedos se deslizaran por los bordes de esa tanga negra.

Miré al guardia de reojo. Sus ojos estaban clavados en nosotros, y su mano, aunque intentaba disimular, volvía a acariciar el bulto en su pantalón. Con una mezcla de audacia y complicidad, deslicé un poco la tanga hacia un lado, dejando al descubierto la piel suave y depilada de María. Su vagina, perfectamente cuidada, y el rosado de su ano quedaron a la vista, expuestos bajo el sol. Ella no dijo nada, pero su respiración se volvió un poco más profunda, como si disfrutara de la exposición tanto como yo.

El guardia, desde su lugar, ya no podía ocultar su reacción. El bulto en su pantalón era imposible de ignorar, una evidencia clara de lo que esa imagen le provocaba. Su verga, apretada contra la tela, parecía enorme, y aunque él intentaba mantener la compostura, su mano se movía con más urgencia, casi como si no pudiera contenerse. Nuestras miradas se cruzaron por un instante, y en ese momento, todo quedó claro: él sabía que yo lo estaba dejando mirar, y yo sabía que él estaba disfrutando cada segundo.

María, sin girarse, murmuró: "No te pases, José", pero su tono era más juguetón que de reproche. Volví a acomodar la tanga en su lugar, pero no sin antes darle una última caricia, dejando que el guardia tuviera esa imagen grabada en su mente. Él, al notar que el momento llegaba a su fin, se ajustó el pantalón con disimulo y retomó su ronda, aunque su paso era más lento, como si no quisiera alejarse del todo.

María se dio vuelta, me miró con una sonrisa y tomó el mate que le ofrecí. "Sos terrible", me dijo, riendo. Yo solo sonreí, sabiendo que esa tarde, cargada de deseo y complicidad, sería un recuerdo que los tres llevaríamos por mucho tiempo.

La tarde seguía su curso, con el sol todavía alto y el aire cargado de esa tensión que se había instalado entre nosotros. María, recostada boca abajo, seguía disfrutando del calor, mientras yo, sentado a su lado, mantenía un ojo en el guardia. Él, tras su ronda, volvió a pasar cerca, esta vez más lento, como si quisiera asegurarse de que lo notáramos. Nuestras miradas se cruzaron, y en sus ojos había una mezcla de agradecimiento y deseo. No dijo nada, pero su expresión lo decía todo: la visión que le había ofrecido le había gustado, y mucho.

Mientras me miraba, su mano se deslizó hacia su entrepierna, marcando con claridad el bulto en su pantalón. Era imposible no notarlo, y con un gesto deliberado, apretó un poco más, insinuando el tamaño de su verga. No hacía falta que hablara; el mensaje era claro: estaba grande, dura, y en su mente, era para María. Su mirada, cargada de intención, parecía decirme: "Mirá lo que tengo para ella". Era una provocación, pero también una invitación, un juego que seguía desarrollándose en silencio.

Yo, sin apartar la vista, le devolví la mirada, sosteniendo el desafío. Con una mano, volví a tocar a María, esta vez deslizando mis dedos por su culo, deteniéndome justo en el borde de la tanga. Luego, con un movimiento lento y deliberado, dejé que mi dedo medio se deslizara entre sus nalgas, presionando ligeramente, marcando territorio, pero también dejando claro que entendía su mensaje. María, aunque no podía ver al guardia, sintió mi caricia y dejó escapar un leve gemido, casi imperceptible, pero suficiente para alimentar la escena.

El guardia, al ver mi gesto, sonrió de lado, como si aprobara mi respuesta. Su mano seguía marcando el bulto, y por un momento, pareció que iba a decir algo, pero no lo hizo. En cambio, asintió levemente, como si dijera: "Entendido". Luego, ajustándose el pantalón con disimulo, siguió su camino, aunque su paso era lento, casi como si quisiera prolongar el momento.

María, ajena a la interacción silenciosa, levantó la cabeza y me miró. "¿Qué pasa?", preguntó, con esa mezcla de curiosidad y picardía que siempre me desarmaba. Le pasé el mate y, con una sonrisa, le dije: "Nada, solo disfrutando del paisaje". Ella me miró, sospechando algo, pero no insistió. La tarde siguió, pero ese intercambio de miradas, gestos y deseos tácitos quedó grabado en el aire, un recuerdo compartido entre los tres, sin necesidad de palabras.

El día llegaba a su fin, y el calor seguía apretando, aunque el sol ya estaba más bajo. María, con la piel pegajosa por el protector solar y el sudor, se levantó y me dijo: "Me voy a duchar, estoy toda pegoteada". Asentí, y mientras ella se dirigía a los vestuarios del club, me quedé sentado en la manta, tomando los últimos mates, disfrutando de la calma del atardecer.

No pasó mucho tiempo antes de que el guardia, aprovechando que estaba solo, se acercara. Caminó con paso seguro, y cuando estuvo a mi lado, me saludó con un gesto amistoso. "Buenas tardes", dijo, y luego, bajando un poco la voz, agregó: "Quería agradecerte por la vista de recién. Tu mujer es hermosa, y no todos los días se ve algo así". Su tono era directo, pero respetuoso, como si quisiera dejar claro que no buscaba ofender. Antes de que pudiera responder, él continuó, señalando con la mirada su entrepierna: "Sin que te ofendas, quiero que sepas que tengo algo grande para satisfacerla". Mientras hablaba, su mano marcó el contorno de su verga, que seguía dura bajo el pantalón. Era imposible no notarlo: el bulto era impresionante, y por el tamaño, fácilmente debía superar los 20 cm. Lo dijo con una mezcla de orgullo y desafío, pero sin cruzar la línea.

Yo lo miré, sosteniendo el mate en la mano, y me sonreí. No me sentí ofendido; al contrario, su audacia me resultó divertida, y el juego que habíamos estado jugando toda la tarde parecía llegar a un nuevo nivel. "Me alegro que te haya gustado la vista", le dije, con tono relajado. "La próxima vez, capaz alquilo un dormi acá en el club. Si estás cerca, o de guardia nocturna, podrías tener una mejor vista, ¿no?". Mi tono era claro, dejando la puerta abierta, pero sin comprometer nada. Él asintió, con una sonrisa que dejaba ver que entendía perfectamente.

Nos despedimos con un apretón de manos, y justo en ese momento, vi a María acercarse desde los vestuarios, con el pelo húmedo y una remera ajustada que marcaba sus tetas. El guardia, antes de alejarse, le dirigió una mirada descarada, fijándose en su pecho. Ella no pareció notarlo, o si lo hizo, no dijo nada. Yo, desde mi lugar, me reí por lo bajo y le devolví el saludo al guardia, sabiendo que él estaba pensando en lo mismo que yo: la próxima vez sería más divertido.

Subimos al auto, y mientras conducía, María me preguntó: "¿De qué hablabas con el guardia?". Yo, con una sonrisa, le dije: "Nada, solo cosas del club". Ella me miró, sospechando algo, pero no insistió. Mientras nos alejábamos, vi por el retrovisor al guardia, todavía de pie, saludándonos con la mano. Su mirada seguía fija en María, y yo, en silencio, pensé que ese día había sido solo el comienzo de algo que prometía ser mucho más intenso.

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